Hace algunas semanas, tras una corta y dura enfermedad, ha muerto en Madrid Ricardo Maldonado Jiménez. Los que le conocimos guardamos de él un recuerdo imborrable de un hombre cabal, un profesor excelente, un amigo entrañable y, por encima de todo ello, un cristiano profundísimo que vivió su religión, en todas sus actividades con una autenticidad, una entrega, un entusiasmo absolutos.
Mi amistad con Ricardo no es muy antigua. Cuando me fue encomendada la dirección del Colegio Universitario, después Centro de enseñanza superior, San Pablo CEU, ya era Ricardo profesor del Derecho del Trabajo, impartiendo sus cuidadosamente preparadas clases a los alumnos del tercer curso de la carrera de Leyes. Más tarde pude comprobar que su labor como profesor no se limitaba a clases y exámenes; procuraba conocer al mayor número posible de sus alumnos para ayudarles no sólo en la adquisición de conocimientos sino también en su vida personal. Me consta que muchos de estos alumnos salieron de esos baches que son frecuentes en los años mozos gracias al apoyo y al consejo del Ricardo que, además de enseñarles Derecho Laboral, se constituía en consultor de muchas facetas de las vidas juveniles.
Nuestra amistad se cimentó en las tareas que nos fueron encomendadas en los años noventa por la Fundación Universitaria San Pablo CEU como consecuencia de la creación de la Universidad San Pablo. Había de pasar a ésta, tanto para la función docente como para las labores administrativas anejas, varias personas que prestaban sus servicios en el Centro de enseñanza superior y, entre ellas, el Secretario General de éste que pasó a desempeñar el mismo cargo en la Universidad. Pero nuestro Centro había de extinguirse paso a paso a lo largo de cuatro o cinco años hasta que la nueva Universidad llegara a impartir las enseñanzas de las carreras completas. Entonces fue designado Ricardo como Secretario general del Centro. Desde este momento nos entendimos a la perfección y los criterios que aplicamos a nuestra labor nunca discreparon.
Ricardo y yo tuvimos a nuestro cargo la despedida de aquellos profesores que por su edad, por modificaciones de los planes de estudios, por desaparición de ciertas enseñanzas en el tránsito de una entidad universitaria a otra o por otras razones no iban a seguir prestando sus servicios a la Fundación. No quisimos que estas despedidas se tramitaran con la clásica y breve comunicación escrita del cese, acompañada del consabido agradecimiento por los servicios prestados y decidimos llevar a cabo entrevistas personales que permitían agregar a las gracias alusiones elogiosas y específicas a la labor de cada uno.
También se hizo cargo Ricardo de la liquidación de los alumnos que se habían ido retrasando en sus estudios, los famosos “repetidores” que tanto complican la vida académica y mucho más en circunstancias como las nuestras. La casuística era muy variada. Había pequeños residuos en enseñanzas que no eran ofrecidas por la nueva Universidad que los decanos de las Facultades complutenses respectivas admitieron sin dificultad. En los casos en que era mayor el número de repetidores hubo que organizar grupos especiales para ellos. Ricardo seleccionó cuidadosamente los profesores que habrían de hacerse cargo de éstos evitando los conocidos por su extrema dureza y los que daban demasiadas facilidades; su particular capacidad para conocer a los hombres se manifestó claramente en eta delicada tarea.
Poco a poco fuimos desmontando el hasta entonces pabellón de proa de las obras educativas de la ACdeP, desmantelamiento que había de armonizarse con el crecer de la nueva Universidad. No pude completar el proceso a causa de mi jubilación, pero Ricardo si participó en él gravitando sobre su prudencia y buen hacer las dificultades del mismo.
Ricardo tenía, en grado sumo, una curiosidad enorme por las vidas que corrían al lado de la suya. No sólo por las de sus jefes y compañeros de trabajo sino también las de sus alumnos y subordinados. Estos se beneficiaron de la bondad de su trato y de la preocupación de Ricardo por sus problemas laborales y familiares. Pero esta curiosidad se extendía también a aquellos, hombres y mujeres, jóvenes o viejos, de saludable apariencia o míseros que apresurados o de lento andar, veía pasar. Cuando las circunstancias le deparaban conocer a alguno de ellos no dudaba en ayudarle en alguna gestión, en hacerse cargo de un problema y, llegado el caso, de aportar consejo. Porque Ricardo practicaba en grado sumo, la más difícil virtud para un cristiano: el amor al prójimo. Ello le proporcionó un gran número de amistades de la más variada clase y condición desde destacados representantes de la jerarquía eclesiástica, del mundo de la justicia y de las leyes, del de la enseñanza en todos sus niveles a los más modestos menestrales con los que extremaba su cordialidad.
Insistimos en que cuando esta cualidad suya se centraba en los estudiantes su papel de consejero, que llegaba casi al nivel de confesor, alcanzaba su máximo. Era muy delicado en proponerles rectificaciones en procederes descuidados, en enfoques equivocados o en conductas poco satisfactorias. Me consta que consiguió muchos éxitos y que éstos fueron agradecidos por los beneficiados.
Entre las aficiones de Ricardo estuvo el estudio de las vicisitudes de la Iglesia española en las últimas décadas. Examinaba la personalidad y la labor de muchos obispos y otras autoridades eclesiales con agudeza y sensibilidad, destacando las aportaciones de cada uno a la vida eclesial y social. Era, por otra parte, un lector incansable de la Biblia y capaz de recitar de memoria muchos Salmos por los que sentía especial predilección. Precisamente una aguda preocupación suya, cuando ya avanzaba su enfermedad, fue el haber olvidado alguno de sus salmos preferidos.
Ricardo constituyó una familia ideal cohesionada y feliz que disfrutó siempre del bien pensar y del bien hacer del padre. Familia que puede servir de ejemplo en estos tiempos en que empieza a notarse cierta escasez de las bien constituidas.
Con la seguridad de que vive ya en el hogar eterno de los que han cumplido, esperamos los que aún cometemos algún que otro disparate en este imperfecto terruño, que tengamos un valedor que nos ayudará a alcanza la Vida de la que ya disfruta.
Pienso que todos los afanes de nuestro nuevo Papa Francisco pone en definir las cualidades, la conducta, el hacer diario cristiano, se abreviarían si hubiese tratado a Ricardo, resumiendo a aquellos en una frase, corta y tajante, de las que viene pronunciando: “sed como fue Ricardo”.
Rafael Pérez Alvarez-Ossorio